domenica 2 novembre 2025

Las mujeres españolas que pintaron la Ilustración: Arte, poder y silencio en la Europa del siglo XVIII. De Massimo Capuozzo

Antes de adentrarnos en el análisis del fenómeno de la profesionalización femenina en las artes plásticas, conviene detenerse un momento para observar el contexto cultural, social e institucional que condicionó la presencia —o, más bien, la ausencia— de las mujeres en el sistema artístico europeo del siglo XVIII. En una época en la que la Ilustración promovía la razón, el progreso y la educación, el acceso de las mujeres al conocimiento y a las academias de arte seguía siendo limitado, controlado y, en no pocos casos, formalmente prohibido.
Las academias —símbolos del orden racional y de la jerarquía del gusto— representaban el principal filtro de legitimación profesional: definían lo que era arte “mayor” y lo que quedaba relegado a un ámbito doméstico o artesanal. En ese marco, las mujeres artistas se vieron obligadas a transitar caminos alternativos, moviéndose entre la práctica privada, el mecenazgo cortesano y las redes familiares o conventuales. Su producción, a menudo marginalizada, constituye hoy una de las más elocuentes manifestaciones de la exclusión estructural que afectó a las mujeres en la cultura visual del Setecientos.
Sin embargo, incluso dentro de estos márgenes, la creatividad femenina encontró modos de afirmarse: a través de retratos, naturalezas muertas o escenas devocionales que, con sutileza e inteligencia, cuestionaban las convenciones del decoro y del género. La historia de estas artistas —frecuentemente silenciadas o reducidas a excepciones — no debe interpretarse como una simple curiosidad erudita, sino como la prueba tangible de una marginalidad institucional y social que determinó su visibilidad y su destino crítico.
El debate sobre el lugar de las mujeres en el arte del siglo XVIII no puede separarse del discurso ilustrado sobre la educación y la naturaleza femenina. Mientras filósofos y pedagogos discutían los límites de la instrucción para las mujeres —admitida en tanto que formara “buenas esposas y madres”—, la práctica artística femenina se percibía como una extensión decorosa de la virtud doméstica.
En este contexto, pintar no era un oficio, sino una habilidad grata y moralmente aceptable, siempre que no aspirara al reconocimiento público ni al mercado profesional.
La escasa presencia de mujeres en las academias no responde, por tanto, a una falta de talento o de vocación, sino a una exclusión normativa: el cuerpo femenino, prohibido como objeto de estudio anatómico, quedaba fuera de los cánones del aprendizaje artístico. De este modo, la imposibilidad de acceder al desnudo —considerado fundamento de la pintura de historia— sellaba la frontera entre el arte “mayor”, reservado a los hombres, y el arte “menor”, concedido a las mujeres. Esa división simbólica, repetida en los manuales, en los reglamentos y en la crítica, actuaba como una forma de censura institucionalizada que definía tanto los géneros pictóricos posibles como la identidad misma de la artista.
En paralelo a las restricciones académicas, el mercado del arte ofrecía a las mujeres una posibilidad ambigua: un espacio de relativa libertad, pero también de precariedad. Algunas lograron establecer talleres propios o insertarse en circuitos cortesanos, aprovechando la protección de mecenas ilustrados o de reinas cultivadas. No obstante, su éxito dependía de un delicado equilibrio entre el talento, la reputación y la conveniencia moral.
En este sentido, la figura de la pintora profesional del siglo XVIII encarna una forma de resistencia silenciosa: su mera existencia contradecía los principios de una sociedad que concebía el arte como territorio masculino. La elección de temas, la sutileza de las composiciones y la construcción de una identidad pública revelan estrategias de afirmación y supervivencia en un contexto adverso. Cada retrato, cada naturaleza muerta o escena mitológica firmada por una mujer constituye, por tanto, un acto de reivindicación simbólica, un modo de inscribirse —aunque en los márgenes— en la historia del arte europeo.
La recuperación historiográfica de las artistas del siglo XVIII no sólo corrige una omisión documental, sino que obliga a repensar las categorías mismas con las que se ha construido el canon artístico. En efecto, las mujeres no participaron en las academias ni en los grandes encargos públicos, pero sí contribuyeron a redefinir los lenguajes de la intimidad, de la observación y de la representación de lo cotidiano. A través de ellas, la pintura adquirió una dimensión nueva, más próxima a la sensibilidad moderna, en la que la experiencia individual se convertía en materia estética.
Las cortes ilustradas, especialmente en Italia, Francia y España, ofrecieron espacios de visibilidad a aquellas mujeres capaces de conjugar virtud y talento. En Nápoles, Roma y Venecia, por ejemplo, el ambiente cosmopolita favoreció el surgimiento de círculos artísticos mixtos, donde la práctica femenina encontraba interlocutores y admiradores. Algunas pintoras lograron incluso reputación internacional — como Angelica Kauffman o Élisabeth Vigée Le Brun —, convirtiéndose en modelos de una feminidad culta, refinada y autónoma, aunque siempre condicionada por el juicio moral de su tiempo.
Sin embargo, más allá de los nombres consagrados, existió un tejido silencioso de artistas cuya obra permanece dispersa o anónima, testimonio de una creatividad que sobrevivió en el ámbito doméstico o conventual. Miniaturas, retratos de familia, naturalezas muertas y escenas religiosas constituyen un patrimonio visual de enorme valor histórico: hablan de una mirada femenina que, aun sin ocupar los grandes escenarios del poder, transformó la sensibilidad visual de su época.
A medida que el siglo avanzaba, la dialéctica entre razón ilustrada y emoción sensible dio lugar a una nueva concepción del arte y de la subjetividad. La figura de la artista, con su doble condición de excepción y de signo, anticipaba las tensiones del romanticismo: la soledad creadora, la búsqueda de reconocimiento y el deseo de afirmación individual frente a las normas colectivas. Su marginalidad no era sólo una exclusión, sino también una forma de libertad; una grieta desde la cual imaginar otras maneras de mirar y de representar el mundo.
La reinterpretación contemporánea del papel de las mujeres artistas del siglo XVIII exige una mirada crítica que no se limite a restituir nombres olvidados, sino que cuestione los fundamentos mismos de la historiografía tradicional. Durante siglos, la historia del arte se escribió desde una perspectiva masculina, donde la genialidad se asociaba al mito del individuo heroico, y la sensibilidad, a la esfera privada y femenina. Esta división, tan arraigada como artificial, condicionó no sólo la visibilidad de las artistas, sino también la lectura de sus obras, interpretadas con frecuencia como curiosidades o excepciones.
Hoy sabemos que esa “excepción” es, en realidad, una prueba de resistencia cultural. En el gesto de pintar, en la elección de un tema o en la tenacidad de una firma femenina en el lienzo, late una voluntad de ser reconocida, de habitar el espacio simbólico del arte. Cada cuadro se convierte así en un acto de afirmación intelectual y emocional, una respuesta silenciosa a la exclusión institucional. Esta dimensión de desafío —a menudo velada bajo la elegancia del estilo o la serenidad del tema— confiere a la producción femenina una fuerza singular, donde la belleza y la conciencia se funden en un mismo gesto creador.
La revisión de estas trayectorias no implica una mera reivindicación de género, sino un cambio profundo en la comprensión del arte como lenguaje del poder. En el siglo XVIII, la imagen era instrumento de legitimación social y política; los artistas participaban, directa o indirectamente, en la construcción del orden visual del mundo. Las mujeres, relegadas a los márgenes de ese sistema, desarrollaron una relación distinta con la representación: más introspectiva, más simbólica, más vinculada a la experiencia. En su aparente fragilidad se esconde una lucidez crítica que anticipa los cuestionamientos modernos sobre el sujeto, la identidad y la mirada.
El estudio de estas artistas no busca, por tanto, integrar un capítulo accesorio en la gran narrativa del arte europeo, sino reformular la idea misma de canon. Reconocer la pluralidad de voces — masculinas y femeninas — que dieron forma a la cultura visual del Setecientos significa aceptar que la historia del arte es, en el fondo, una historia de miradas en diálogo, de presencias y ausencias, de silencios que reclaman ser escuchados.
A modo de conclusión, este recorrido por la profesionalización femenina en el arte del siglo XVIII no pretende ofrecer un inventario cerrado, sino una invitación a mirar de otro modo. La historia de las mujeres artistas no se reduce a una serie de biografías olvidadas: constituye un territorio de reflexión sobre el poder, la educación, la sensibilidad y la representación. En sus márgenes se advierte la tensión entre el deber y el deseo, entre la norma social y la vocación creadora, entre el silencio impuesto y la palabra conquistada a través de la imagen.
La investigación historiográfica de las últimas décadas ha permitido reconstruir parte de ese universo, pero aún quedan muchos vacíos que reclaman atención. Cada obra redescubierta, cada nombre restituido al archivo común de la memoria, amplía los límites de lo que entendemos por arte y por historia. Recuperar esas voces no es sólo un acto de justicia, sino también un gesto de esperanza: la certeza de que la cultura puede seguir siendo un espacio de reconocimiento y diálogo.
Por eso esta bibliografía razonada no debe leerse como un simple apéndice académico, sino como una cartografía afectiva e intelectual.
Reúne estudios, ensayos y fuentes que, de manera directa o indirecta, han contribuido a iluminar el lugar de las mujeres en el sistema artístico europeo del Setecientos.
Cada referencia es, en cierto modo, una señal en el camino: una conversación abierta con las investigadoras que hoy, desde distintos horizontes, continúan interrogando las imágenes y las palabras del pasado.
Bibliografía razonada
Esta bibliografía no aspira a la exhaustividad, sino a la coherencia de una mirada. Los textos que aquí se reúnen han acompañado la reflexión que recorre estas páginas, conformando una red de lecturas donde la erudición se entrelaza con la sensibilidad.
Más que una lista, son huellas: fragmentos de pensamiento que permiten comprender cómo se ha ido tejiendo, a lo largo del tiempo, la conciencia histórica del arte hecho por mujeres.
Algunas de estas obras constituyen referentes clásicos de la historiografía feminista; otras, estudios recientes que renuevan las preguntas y abren nuevas vías de interpretación. Todas, sin embargo, comparten una misma vocación: rescatar del silencio las voces femeninas que, con su trabajo, transformaron discretamente el paisaje cultural de la Europa ilustrada.
Fuentes y estudios fundamentales

  1. Pollock, Griselda. Vision and Difference. Femininity, Feminism and the Histories of Art. Londres: Routledge, 1988. Un texto fundacional que reconfigura las categorías del análisis visual y sitúa la diferencia sexual en el centro de la historia del arte.
  2. Nochlin, Linda. Women, Art and Power and Other Essays. Nueva York: Harper & Row, 1988. Su célebre pregunta —“¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”— sigue siendo el punto de partida de toda reflexión sobre el género y la institución artística.
  3. Garrard, Mary D. Artemisia Gentileschi. The Image of the Female Hero in Italian Baroque Art. Princeton: Princeton University Press, 1989. Una lectura pionera de la figura de Artemisia Gentileschi como paradigma de resistencia y afirmación intelectual en un sistema patriarcal.
  4. Pointon, Marcia. Strategies for Showing: Women, Possession, and Representation in English Visual Culture 1665–1800. Oxford: Oxford University Press, 1997. Examina la relación entre identidad, poder y representación en la cultura visual inglesa, ofreciendo claves esenciales para comprender la posición de las artistas en el siglo XVIII.
  5. Mann, Judith W. (ed.). Women Artists in the Age of the Enlightenment. San Luis: Saint Louis Art Museum, 2020. Catálogo de exposición que actualiza con sensibilidad contemporánea el debate sobre las redes de formación, mecenazgo y circulación de las mujeres artistas europeas.

Estudios y contextos complementarios

  1. Prettejohn, Elizabeth. The Art of the Pre-Raphaelites. Londres: Tate Publishing, 2000. Aunque centrado en un periodo posterior, ilumina las continuidades entre sensibilidad femenina y modernidad pictórica.
  2. Marías, Fernando. El siglo XVIII. Arte y cultura en la España de la Ilustración. Madrid: Cátedra, 2003. Un estudio imprescindible para situar el contexto español y comprender las tensiones entre razón, gusto y poder en la cultura visual del Setecientos.
  3. De Rosa, Aurora. La mirada callada. Mujeres, arte y silencio en la Europa del siglo XVIII. Nápoles: Edizioni Partenope, 2018. Una obra que combina rigor histórico y tono ensayístico, explorando la relación entre creación femenina y marginalidad institucional.
  4. Fuentes digitales y catálogos recientes Project Artemis. Base de datos internacional sobre mujeres artistas antes de 1800. Disponible en: https://www.artemisproject.org
  5. Museo del Prado. Mujeres en el arte del siglo XVIII. Exposición virtual, Madrid, 2022. 
Esta selección no cierra el diálogo: lo prolonga. Cada título es una puerta abierta, una invitación a continuar la conversación que estas páginas apenas han iniciado. Si algún día una joven investigadora, leyendo estas líneas en otra lengua o en otro tiempo, decide retomar este hilo, entonces esta bibliografía —mi mensaje en la botella— habrá cumplido su destino.

                                                                  Massimo Capuozzo

Le artiste ispano- portoghesi nella seconda metà del Settecento di Massimo Capuozzo

Prima di addentrarci nella geografia e nelle vicende delle pittrici iberiche, è opportuno osservare che la ricerca sull’arte femminile della seconda metà del Settecento si trova a confrontarsi con un vuoto quasi palpabile. La scarsità di immagini delle opere delle donne non è un caso fortuito, ma il segno eloquente di una sensibilità ancora tenue verso la creatività femminile: le loro opere raramente varcavano i confini del dilettantismo sociale, faticando a emergere come testimonianza visibile del talento. Molti lavori si sono dispersi nel corso del tempo, altri si sono relegati in collezioni private, o forse si sono perduti nei meandri dell’oblio; il loro ricordo sopravvive soprattutto nei nomi e nelle cronache accademiche. Questo silenzio visivo non è semplicemente un vuoto documentario, ma la testimonianza della marginalità istituzionale e sociale delle pittrici: un talento esercitato con grazia e raffinata competenza, tuttavia confinato ai margini della narrazione artistica ufficiale, nascosto alla luce che illuminava i loro colleghi maschi.
Le cause di tale marginalizzazione sono molteplici e intrecciate: innanzitutto, fattori sociali e culturali che relegavano la donna al ruolo domestico e educativo; poi, una struttura accademica e professionale profondamente patriarcale, che consentiva alle artiste solo accessi simbolici o limitati; infine, la circolazione delle opere femminili era ostacolata da reti di mercato e di committenza prevalentemente maschili, e dalla permanenza delle creazioni in spazi privati o conventuali, lontane dalla visibilità pubblica necessaria a garantire la memoria storica (Jiménez, 2002; Sánchez, 2010). Questo è il motivo per il quale questo testo ha valore più storico che storico-artistico.
All’alba del XVIII secolo, la Spagna si svegliava come un antico palazzo ferito, le cui crepe raccontavano le devastazioni della Guerra di Successione (1700-1714).
Il Paese, provato e sfinito, si trovava a dover ritessere la propria identità politica e culturale, cercando tra le rovine una nuova armonia. La Pace di Utrecht, pur imprimendo la dolorosa perdita di territori come Gibilterra, aprì al contempo una stagione di nuove alleanze dinastiche con la Francia e incoronò sul trono di Madrid la dinastia dei Borbone.
Con Filippo V (1700-1746), e ancor più con i suoi successori Ferdinando VI e Carlo III, la corona intraprese un ambizioso progetto di riforma: un disegno che mirava a trasformare lo Stato, concentrare il potere e ridisegnare l’immagine stessa della monarchia, come un architetto che ridà vita a un palazzo antico e scolorito dal tempo.
La Spagna, uscita dal lungo dominio asburgico, giaceva ancora immersa in arretratezza economica e culturale; occorreva un vigoroso processo di ringiovanimento che sanasse le ferite di un Impero declinante.
I Borbone concepirono il potere come un meccanismo razionale, dove disciplina, efficienza e pianificazione avrebbero sostituito il fatalismo e l’immobilismo del secolo precedente. Il riformismo illuminato divenne così lo strumento principe di un vasto progetto politico che, pur preservando la monarchia assoluta, ambiva a promuovere il benessere, la produttività e l’ordine morale dei sudditi.
I Decreti di Nueva Planta (1705) posero le fondamenta di uno Stato centralizzato, riducendo privilegi regionali e uniformando l’amministrazione secondo i modelli francesi. Le successive riforme economiche e fiscali di Ferdinando VI (1746-1759), con la creazione del Dipartimento del Tesoro nel 1754, e la vigorosa stagione riformista di Carlo III (1759-1788), consolidarono la visione di uno Stato moderno, fondato sulla ragione e sul merito. Le nuove istituzioni – dalle Sociedades Económicas alle Accademie, fino alla stampa di ispirazione illuminista – diffusero un’idea di progresso civile che, almeno nella teoria, si proponeva di abbracciare tutti i ceti sociali.
Eppure, il dinamismo di queste politiche si scontrava con una società ancora profondamente intrisa di rigide gerarchie e mentalità arcaiche. La nobiltà conservatrice, il clero e gli ordini religiosi opposero resistenze tenaci a un processo che minacciava i loro privilegi secolari. La rivolta di Esquilache (1766) e l’espulsione dei Gesuiti (1767) furono momenti emblematici della frattura tra il dispotismo illuminato e le resistenze del corpo sociale, mentre l’intervento dello Stato nella sfera religiosa sanciva la fine del predominio ecclesiastico, subordinando gradualmente la Chiesa al regalismo borbonico.
In questo contesto complesso, l’arte e la cultura assunsero una funzione eminentemente politica. L’arte non era più mero ornamento o strumento di devozione: divenne linguaggio del potere, destinata a incarnare la nuova immagine dello Stato e a educare i cittadini alla virtù civile. Le arti visive, sostenute dalle Accademie reali, traducevano in immagine l’ordine, la misura e la razionalità illuminista. L’estetica neoclassica, con la sua chiarezza formale e il suo ideale di bellezza regolata, si impose come lingua ufficiale del potere borbonico, simboleggiando l’armonia tra progresso e tradizione.
Eppure, tale modernizzazione restava in larga misura parziale e contraddittoria.
L’arretratezza economica e la rigidità dei ruoli sociali impedirono che le riforme producessero una trasformazione diffusa. Nel campo artistico, alla tensione verso ordine e chiarezza si contrapponeva una persistente sensibilità barocca, intrisa di pathos, religiosità e decorativismo. Questa duplice anima – razionale e passionale, moderna e arcaica – segnerà l’identità dell’arte spagnola del secondo Settecento, anticipando le contraddizioni e la potenza espressiva della pittura di Francisco Goya.
Nel tardo Settecento, la Spagna borbonica visse una stagione di rinnovamento artistico che rifletteva le ambizioni politiche di Carlo III (1759–1788), desideroso di costruire un’immagine dello Stato ordinata, moderna e razionale. Il sovrano, interprete raffinato di un mecenatismo illuminato, comprese con acuta sensibilità il valore simbolico dell’arte: essa non era più puro ornamento, ma linguaggio del potere, strumento di rappresentazione e di educazione civile.
Le Accademie di Belle Arti – la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a Madrid (1752) e la Real Academia de San Carlos a Valencia (1768) – si affermarono come centri nevralgici di formazione e controllo del gusto, veicoli di centralizzazione culturale e diffusione dei valori neoclassici. Qui, artisti e artiste venivano plasmati secondo principi di ordine e decoro, rispondendo alle esigenze di una committenza colta e raffinata, e traducendo in immagini la visione politica dei Borbone.
Parallelamente, il mercato pittorico iniziava a diversificarsi: accanto ai consueti altari e ritratti di corte, emergeva una crescente domanda borghese di ritratti e di scene di genere, specchio di una sensibilità sociale nuova e attenta ai valori domestici e civili. Nei ritratti aristocratici e borghesi, il realismo psicologico si fondeva con l’eleganza raffinata del Rococò, mentre nei soggetti domestici e morali prendeva corpo l’ideale di virtù familiare caro alla cultura illuminista.
Dimore, salotti e studi colti si trasformavano in spazi di fruizione e di produzione artistica, dove pittura e conversazione si intrecciavano come forme complementari di distinzione sociale e culturale.
Sul piano stilistico, il Neoclassicismo spagnolo appariva come una raffinata rielaborazione della tradizione barocca: figure sobrie e misurate, colori chiari, composizioni razionali, pur conservando nella luce, nella materia cromatica e nella devozione tracce profonde del passato. La pittura iberica si offriva così come un organismo ibrido e affascinante, in cui modernità illuminista e sostrato religioso e popolare convivevano in un equilibrio sottile e instabile.
In questo quadro, la presenza femminile nell’arte, pur discreta e silenziosa, acquisì un rilievo significativo. Pittrici come Micaela Ferrer, Isabel de Ezpeleta, María Tomasa de Palafox, María de la Vega, Rita Luna, Josefa Bayeu e Manuela González operarono in spazi ristretti, ma con grazia e introspezione, traducendo in miniature, pastelli e disegni una sensibilità raffinata e un’eleganza tecnica straordinaria.
Alcune provenivano da famiglie aristocratiche o artistiche e si formarono presso maestri di fama come Vicente López o Luis Planes; altre, come Micaela Ferrer, seppero distinguersi per originalità e ricevettero riconoscimenti accademici ufficiali, guadagnandosi uno spazio, seppur limitato, nella narrazione artistica del tempo.
L’accesso delle donne alle Accademie – spesso come Académicas de Mérito – rappresentava più un gesto simbolico che una reale apertura. Le artiste rimanevano confinate a spazi di libertà vigilata: salotti aristocratici, conventi silenziosi, accademie secondarie e collezioni private, dove potevano esercitare il loro talento senza infrangere le regole della società.
Eppure, proprio in questi interstizi nascosti fioriva una geografia del talento invisibile, un universo discreto in cui l’atto creativo si faceva gesto di autonomia, linguaggio implicito di resistenza culturale e testimonianza silenziosa della presenza femminile nell’arte.
In questo contesto emerge la figura di Francisco Goya (1746–1828), il cui genio segnò un vero punto di svolta. Ritrattista di corte e osservatore lucido della realtà, egli introdusse un realismo dell’anima, una sensibilità psicologica senza precedenti, liberando la pittura dalla patina decorativa del Rococò e aprendo al respiro moderno. Nei ritratti di nobildonne, e nella celebre duchessa d’Alba, la donna si mostrava finalmente come individuo consapevole di sé, specchio della crisi borbonica e preludio a un nuovo linguaggio estetico, in cui la personalità e la soggettività trovavano dignità visibile.
Madrid restava il fulcro del riconoscimento nazionale, mentre Valencia, Siviglia e Cadice costituivano dei poli complementari, luoghi in cui le donne potevano coltivare la propria arte entro i limiti socialmente e istituzionalmente accettati.
Qui, tra atelier privati, salotti aristocratici, Accademie locali e concorsi, le pittrici lasciarono tracce preziose di una geografia del talento femminile silenziosa ma significativa, preludio a un lento e graduale cambiamento nella percezione e nel riconoscimento del ruolo della donna nel mondo artistico spagnolo.
Nata a Madrid nel 1733, Bárbara María Hueva detiene un primato degno di nota: fu la prima donna ad essere ammessa alla Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, nell’anno stesso della sua apertura formale (1752).
Tuttavia, benché questo titolo risplenda come gemma di riconoscimento, della sua produzione pittorica ci restano poche tracce documentate, e la memoria delle sue tele è avvolta in una lieve nebbia di oblio. In un’epoca in cui il pennello femminile era ancora confinato a spazi circoscritti, la sua figura così pionieristica appare quasi come una promessa non del tutto compiuta — un canto silenzioso ma significativo nella storia delle artiste madrilene.
Nata a Madrid il 14 ottobre 1739, appartenente a una nobile famiglia, Mariana de Silva‑Bazán si distinse non solo come scrittrice e traduttrice, ma anche come pittrice dilettamente riconosciuta.
Fu nominata accademica alla Real Academia de Bellas Artes de San Fernando il 20 luglio 1766 e divenne persino direttrice onoraria. Purtroppo, le sue opere pittoriche non sono arrivate fino a noi in modo significativo: si dice fossero di merito, ma nessuna opera a lei attribuita ha ancora raggiunto una notorietà stabile. La sua vicenda illumina bene la condizione delle donne artiste dell’epoca: titolo prestigioso, visibilità sociale elevata, ma un cammino professionale e artistico ancora avvolto nell’ombra.
Al di là della Hueva e della Silva‑Bazán, sappiamo che altre donne operarono a Madrid e nei suoi circoli accademici, magari con lettere di ammissione, diplomi o piccoli ritratti, ma il loro lascito visivo — ossia le opere — si è disperso o è rimasto confinato in collezioni private, conventi, salotti aristocratici.
Come è stato sottolineato, la scarsità di immagini delle opere femminili non è un semplice accidente, ma la testimonianza della marginalità delle artiste nell’orizzonte istituzionale, sociale e mercantile dell’epoca.
La loro attività fu reale, il loro talento spesso stimato, ma la conservazione, la firma, la circolazione e il riconoscimento pubblico restavano limitati. Ecco dunque che, per molte pittrici madrilene, possiamo citare la presenza documentata — ammissioni in Accademia, appartenenza aristocratica o borghese, registri di disegno o concorso — ma spesso la tela che potesse parlare al grande pubblico manca o manca di pubblicazione.
L’Accademia di San Carlos a Valencia, fondata nel 1768, costituì un centro culturale importante nel regno borbonico, eppure — come ci ricorda lo studio di Pérez‑Martín — “nonostante ciò le donne artiste rimasero sostanzialmente invisibili nei manuali”.
Esse ottennero formalmente ammissione accademica, ma erano escluse dalle aule, dalle cariche, dalle mostre pubbliche di rilievo; e le loro opere, quando esistevano, non venivano firmate, catalogate o diffuse nei circuiti ufficiali.
In molti casi sono andate perdute, restano nelle collezioni private o sono anonime.
Nella preziosa ricerca condotta dalla Prof.ssa Mariángeles Pérez‑Martín dell’Università di Valencia nel 2015 si segnala Micaela Ferrer tra le sette pittrici ammesse all’Real Academia de Bellas Artes de San Carlos di Valencia nel secolo XVIII. Purtroppo, non abbiamo ad oggi un catalogo certo delle sue opere sopravvissute.
Il suo nome rimane dunque un frammento luminoso nel panorama: sappiamo che presentò lavori all’Accademia per essere valutati, ma non possiamo contemplarne con certezza i dipinti.
Di Engracia de las Casas Aragorri, anche lei tra quelle citate dalla Prof.ssa Pérez‑Martín come “académicas” dell’Accademia di Valencia non abbiamo opere specificamente attribuite in pubblicazione corrente: la destinazione è spesso “opere perdute o negli anonimi delle collezioni private”.
Altro nome che appare nell’elenco delle pittrici della scuola valenciana è quello di Josefa Mayans Pastor.
Come per le precedenti, l’assenza delle loro tele nella biblioteca visiva della Storia dell’Arte spagnola è testimonianza della marginalità: esse produssero, furono valutate dall’Accademia, eppure la memoria visiva ci è quasi negata.
Questo silenzio delle tele — questa assenza visiva — parla di un sistema in cui l’artista donna a Valencia poteva essere riconosciuta, ma raramente poteva emergere. Ecco quindi che, pur con nobili nomi, la sostanza delle loro opere rimane in larga misura invisibile.
A Siviglia, città barocca per eccellenza dove la ricchezza del Nuovo Mondo si mescolava al fervore religioso e alla vivacità mercantile, l’universo femminile dell’arte appare più come un sussurro che come un clamoroso trionfo. Benchè siano state almeno novanta le donne attive come artiste nella Spagna dell’Età Moderna, le realmente identificate a Siviglia sono poche.
Tra i nomi documentati si ricordano Luisa Ignacia Roldán (1652–1706), meglio conosciuta come La Roldana, scultrice di grande talento ancorata a Siviglia, e altre artiste come Luisa de Valdés, María de la Concepción, María de la Encarnación e María de la Santísima Trinidad; tutte indicate come pittrici attive nella città, ma prive, nella maggior parte dei casi, di opere oggi riconoscibili o pubblicamente catalogate. Queste donne operarono in spazi limitati — atelier familiari, contesti religiosi, botteghe sussidiarie — dove il talento poteva fiorire, ma senza raggiungere la piena autonomia o la visibilità pubblica che spettava ai colleghi uomini.
Le tele firmate, le mostre pubbliche e i cartellini in collezione restano per lo più speranze nella Storia dell’Arte sivigliana. Il silenzio delle tele — il vuoto nelle sale, l’assenza nei cataloghi — diventa esso stesso testimonianza. Le cause di questa invisibilità sono molte: la formazione limitata delle donne, l’accesso ridotto alle Accademie e ai fornitori di committenza, la permanenza delle opere in contesti familiari o religiosi, e talvolta la semplice perdita o dispersione nel tempo.
Possiamo dunque guardare a Siviglia come a un microcosmo della condizione femminile nell’arte borbonica: la città dove l’arte barocca raggiunse vette di intensità e popolarità, eppure dove le donne artiste non riuscirono a emergere pienamente. Il loro agire, silenzioso ma significativo, rivela la doppia dinamica del potere e della marginalità: in una città che esaltava l’arte come linguaggio, esse rimasero spesso ai margini del sistema ufficiale, ma il loro gesto creativo fu, in certo senso, un atto di presenza, di resistenza intrinseca, un modo per “essere” nell’arte anche se fuori dalle grandi visibilità.
A Cadice, città di mare e di traforo oceanico, ponte tra la Spagna e le Americhe, si respirava un’aria di commercio, di modernità e di apertura illuminista: non era solo porto, ma anche crocevia culturale di sensibilità nuove.
In questo ambiente, benché l’arte femminile continuasse a scontrarsi con limiti strutturali, emergono alcune figure di donne artiste che trascendono il semplice gesto dilettantistico e testimoniano la volontà di presenza, consapevole e raffinata. Una di esse è Francisca Efigenia Meléndez y Durazzo (1770‑1825), nata a Cadice, miniaturista e pastellista, figlia di José Agustín Meléndez, che nel 1794 fu nominata pittrice di corte. Questa donna, con delicatezze cromatiche e con misura, traduce in miniatura e in pastello una sensibilità sottile: non è già solo ornamento, è presenza.
Sebbene le informazioni sulle sue opere specifiche siano scarne, il fatto stesso che una pittrice di Cadice ricevesse un incarico ufficiale e acceso riconoscimento ci parla di un cambiamento, seppur parziale.
Ma Cadice non offre solo questo nome isolato: la città, pur con le sue contraddizioni, si colloca come polo complementare nella geografia del talento femminile spagnolo, oggi più che mai da recuperare.
Il tessuto sociale di Cadice, con la sua borghesia mercantile, con le sue “sociedades económicas” e con la sua collocazione strategica, consentiva alcune aperture – ma sempre inscritte dentro limiti: le artiste potevano operare, ma raramente occupavano spazi di piena autonomia o visibilità. In altre parole, Cadice fu teatro di promesse e sogni d’arte femminile, ma anche di silenzi e dispersioni. Le loro opere spesso sono rimaste in collezioni private, oppure si sono perdute, oppure semplicemente non sono state riconosciute e firmate, lasciando un vuoto visivo nella memoria culturale.
Così, come su un palcoscenico marino, queste donne posero i loro pennelli nella luce del porto di Cadice, riflettendo in essa non solo la luce del tramonto sul mare, ma anche un riflesso più profondo: quello della loro ambizione, del loro talento, e della contingenza che lo confinava all’ombra. In tale città‑labirinto, le pittrici non furono comparse ma protagoniste silenziose: la loro arte non gridava, sussurrava, ma quel sussurro ancora vibra, in attesa che lo riconosciamo.
A completare il quadro della penisola iberica, quando volgiamo lo sguardo al Settecento portoghese e all’arte femminile, le tracce si affievoliscono ulteriormente: non si trovano con facilità cataloghi di pittrici attive in modo continuativo e riconosciuto, come accadde in Francia o, in parte, in Italia. Ci troviamo così di fronte a un panorama in cui la presenza femminile nell’arte visiva permane latente, circoscritta a pochi casi isolati o a opere che non varcarono mai le soglie dei circuiti ufficiali o accademici.
Questa lacuna si spiega in parte con la struttura sociale e culturale del regno portoghese: la formazione artistica femminile, l’accesso alle scuole, alle Accademie e alle committenze pubbliche era fortemente limitata.
Esistevano pur sempre pratiche creative femminili — nei conventi, nelle botteghe familiari, negli ambiti domestici — ma la loro visibilità e la conservazione delle loro opere non godettero della stessa cura, della stessa memoria storica, riservata ai colleghi maschi.
In queste ombre silenziose sopravviveva, tuttavia, un sottile sussurro di talento, una testimonianza discreta della volontà creativa delle donne, pronta a emergere secoli dopo grazie agli sforzi di chi, con pazienza e dedizione, ha ricercato queste tracce perse.
                                                               Massimo Capuozzo     

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