domenica 2 novembre 2025

Las mujeres españolas que pintaron la Ilustración: Arte, poder y silencio en la Europa del siglo XVIII. De Massimo Capuozzo

Antes de adentrarnos en el análisis del fenómeno de la profesionalización femenina en las artes plásticas, conviene detenerse un momento para observar el contexto cultural, social e institucional que condicionó la presencia —o, más bien, la ausencia— de las mujeres en el sistema artístico europeo del siglo XVIII. En una época en la que la Ilustración promovía la razón, el progreso y la educación, el acceso de las mujeres al conocimiento y a las academias de arte seguía siendo limitado, controlado y, en no pocos casos, formalmente prohibido.
Las academias —símbolos del orden racional y de la jerarquía del gusto— representaban el principal filtro de legitimación profesional: definían lo que era arte “mayor” y lo que quedaba relegado a un ámbito doméstico o artesanal. En ese marco, las mujeres artistas se vieron obligadas a transitar caminos alternativos, moviéndose entre la práctica privada, el mecenazgo cortesano y las redes familiares o conventuales. Su producción, a menudo marginalizada, constituye hoy una de las más elocuentes manifestaciones de la exclusión estructural que afectó a las mujeres en la cultura visual del Setecientos.
Sin embargo, incluso dentro de estos márgenes, la creatividad femenina encontró modos de afirmarse: a través de retratos, naturalezas muertas o escenas devocionales que, con sutileza e inteligencia, cuestionaban las convenciones del decoro y del género. La historia de estas artistas —frecuentemente silenciadas o reducidas a excepciones — no debe interpretarse como una simple curiosidad erudita, sino como la prueba tangible de una marginalidad institucional y social que determinó su visibilidad y su destino crítico.
El debate sobre el lugar de las mujeres en el arte del siglo XVIII no puede separarse del discurso ilustrado sobre la educación y la naturaleza femenina. Mientras filósofos y pedagogos discutían los límites de la instrucción para las mujeres —admitida en tanto que formara “buenas esposas y madres”—, la práctica artística femenina se percibía como una extensión decorosa de la virtud doméstica.
En este contexto, pintar no era un oficio, sino una habilidad grata y moralmente aceptable, siempre que no aspirara al reconocimiento público ni al mercado profesional.
La escasa presencia de mujeres en las academias no responde, por tanto, a una falta de talento o de vocación, sino a una exclusión normativa: el cuerpo femenino, prohibido como objeto de estudio anatómico, quedaba fuera de los cánones del aprendizaje artístico. De este modo, la imposibilidad de acceder al desnudo —considerado fundamento de la pintura de historia— sellaba la frontera entre el arte “mayor”, reservado a los hombres, y el arte “menor”, concedido a las mujeres. Esa división simbólica, repetida en los manuales, en los reglamentos y en la crítica, actuaba como una forma de censura institucionalizada que definía tanto los géneros pictóricos posibles como la identidad misma de la artista.
En paralelo a las restricciones académicas, el mercado del arte ofrecía a las mujeres una posibilidad ambigua: un espacio de relativa libertad, pero también de precariedad. Algunas lograron establecer talleres propios o insertarse en circuitos cortesanos, aprovechando la protección de mecenas ilustrados o de reinas cultivadas. No obstante, su éxito dependía de un delicado equilibrio entre el talento, la reputación y la conveniencia moral.
En este sentido, la figura de la pintora profesional del siglo XVIII encarna una forma de resistencia silenciosa: su mera existencia contradecía los principios de una sociedad que concebía el arte como territorio masculino. La elección de temas, la sutileza de las composiciones y la construcción de una identidad pública revelan estrategias de afirmación y supervivencia en un contexto adverso. Cada retrato, cada naturaleza muerta o escena mitológica firmada por una mujer constituye, por tanto, un acto de reivindicación simbólica, un modo de inscribirse —aunque en los márgenes— en la historia del arte europeo.
La recuperación historiográfica de las artistas del siglo XVIII no sólo corrige una omisión documental, sino que obliga a repensar las categorías mismas con las que se ha construido el canon artístico. En efecto, las mujeres no participaron en las academias ni en los grandes encargos públicos, pero sí contribuyeron a redefinir los lenguajes de la intimidad, de la observación y de la representación de lo cotidiano. A través de ellas, la pintura adquirió una dimensión nueva, más próxima a la sensibilidad moderna, en la que la experiencia individual se convertía en materia estética.
Las cortes ilustradas, especialmente en Italia, Francia y España, ofrecieron espacios de visibilidad a aquellas mujeres capaces de conjugar virtud y talento. En Nápoles, Roma y Venecia, por ejemplo, el ambiente cosmopolita favoreció el surgimiento de círculos artísticos mixtos, donde la práctica femenina encontraba interlocutores y admiradores. Algunas pintoras lograron incluso reputación internacional — como Angelica Kauffman o Élisabeth Vigée Le Brun —, convirtiéndose en modelos de una feminidad culta, refinada y autónoma, aunque siempre condicionada por el juicio moral de su tiempo.
Sin embargo, más allá de los nombres consagrados, existió un tejido silencioso de artistas cuya obra permanece dispersa o anónima, testimonio de una creatividad que sobrevivió en el ámbito doméstico o conventual. Miniaturas, retratos de familia, naturalezas muertas y escenas religiosas constituyen un patrimonio visual de enorme valor histórico: hablan de una mirada femenina que, aun sin ocupar los grandes escenarios del poder, transformó la sensibilidad visual de su época.
A medida que el siglo avanzaba, la dialéctica entre razón ilustrada y emoción sensible dio lugar a una nueva concepción del arte y de la subjetividad. La figura de la artista, con su doble condición de excepción y de signo, anticipaba las tensiones del romanticismo: la soledad creadora, la búsqueda de reconocimiento y el deseo de afirmación individual frente a las normas colectivas. Su marginalidad no era sólo una exclusión, sino también una forma de libertad; una grieta desde la cual imaginar otras maneras de mirar y de representar el mundo.
La reinterpretación contemporánea del papel de las mujeres artistas del siglo XVIII exige una mirada crítica que no se limite a restituir nombres olvidados, sino que cuestione los fundamentos mismos de la historiografía tradicional. Durante siglos, la historia del arte se escribió desde una perspectiva masculina, donde la genialidad se asociaba al mito del individuo heroico, y la sensibilidad, a la esfera privada y femenina. Esta división, tan arraigada como artificial, condicionó no sólo la visibilidad de las artistas, sino también la lectura de sus obras, interpretadas con frecuencia como curiosidades o excepciones.
Hoy sabemos que esa “excepción” es, en realidad, una prueba de resistencia cultural. En el gesto de pintar, en la elección de un tema o en la tenacidad de una firma femenina en el lienzo, late una voluntad de ser reconocida, de habitar el espacio simbólico del arte. Cada cuadro se convierte así en un acto de afirmación intelectual y emocional, una respuesta silenciosa a la exclusión institucional. Esta dimensión de desafío —a menudo velada bajo la elegancia del estilo o la serenidad del tema— confiere a la producción femenina una fuerza singular, donde la belleza y la conciencia se funden en un mismo gesto creador.
La revisión de estas trayectorias no implica una mera reivindicación de género, sino un cambio profundo en la comprensión del arte como lenguaje del poder. En el siglo XVIII, la imagen era instrumento de legitimación social y política; los artistas participaban, directa o indirectamente, en la construcción del orden visual del mundo. Las mujeres, relegadas a los márgenes de ese sistema, desarrollaron una relación distinta con la representación: más introspectiva, más simbólica, más vinculada a la experiencia. En su aparente fragilidad se esconde una lucidez crítica que anticipa los cuestionamientos modernos sobre el sujeto, la identidad y la mirada.
El estudio de estas artistas no busca, por tanto, integrar un capítulo accesorio en la gran narrativa del arte europeo, sino reformular la idea misma de canon. Reconocer la pluralidad de voces — masculinas y femeninas — que dieron forma a la cultura visual del Setecientos significa aceptar que la historia del arte es, en el fondo, una historia de miradas en diálogo, de presencias y ausencias, de silencios que reclaman ser escuchados.
A modo de conclusión, este recorrido por la profesionalización femenina en el arte del siglo XVIII no pretende ofrecer un inventario cerrado, sino una invitación a mirar de otro modo. La historia de las mujeres artistas no se reduce a una serie de biografías olvidadas: constituye un territorio de reflexión sobre el poder, la educación, la sensibilidad y la representación. En sus márgenes se advierte la tensión entre el deber y el deseo, entre la norma social y la vocación creadora, entre el silencio impuesto y la palabra conquistada a través de la imagen.
La investigación historiográfica de las últimas décadas ha permitido reconstruir parte de ese universo, pero aún quedan muchos vacíos que reclaman atención. Cada obra redescubierta, cada nombre restituido al archivo común de la memoria, amplía los límites de lo que entendemos por arte y por historia. Recuperar esas voces no es sólo un acto de justicia, sino también un gesto de esperanza: la certeza de que la cultura puede seguir siendo un espacio de reconocimiento y diálogo.
Por eso esta bibliografía razonada no debe leerse como un simple apéndice académico, sino como una cartografía afectiva e intelectual.
Reúne estudios, ensayos y fuentes que, de manera directa o indirecta, han contribuido a iluminar el lugar de las mujeres en el sistema artístico europeo del Setecientos.
Cada referencia es, en cierto modo, una señal en el camino: una conversación abierta con las investigadoras que hoy, desde distintos horizontes, continúan interrogando las imágenes y las palabras del pasado.
Bibliografía razonada
Esta bibliografía no aspira a la exhaustividad, sino a la coherencia de una mirada. Los textos que aquí se reúnen han acompañado la reflexión que recorre estas páginas, conformando una red de lecturas donde la erudición se entrelaza con la sensibilidad.
Más que una lista, son huellas: fragmentos de pensamiento que permiten comprender cómo se ha ido tejiendo, a lo largo del tiempo, la conciencia histórica del arte hecho por mujeres.
Algunas de estas obras constituyen referentes clásicos de la historiografía feminista; otras, estudios recientes que renuevan las preguntas y abren nuevas vías de interpretación. Todas, sin embargo, comparten una misma vocación: rescatar del silencio las voces femeninas que, con su trabajo, transformaron discretamente el paisaje cultural de la Europa ilustrada.
Fuentes y estudios fundamentales

  1. Pollock, Griselda. Vision and Difference. Femininity, Feminism and the Histories of Art. Londres: Routledge, 1988. Un texto fundacional que reconfigura las categorías del análisis visual y sitúa la diferencia sexual en el centro de la historia del arte.
  2. Nochlin, Linda. Women, Art and Power and Other Essays. Nueva York: Harper & Row, 1988. Su célebre pregunta —“¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”— sigue siendo el punto de partida de toda reflexión sobre el género y la institución artística.
  3. Garrard, Mary D. Artemisia Gentileschi. The Image of the Female Hero in Italian Baroque Art. Princeton: Princeton University Press, 1989. Una lectura pionera de la figura de Artemisia Gentileschi como paradigma de resistencia y afirmación intelectual en un sistema patriarcal.
  4. Pointon, Marcia. Strategies for Showing: Women, Possession, and Representation in English Visual Culture 1665–1800. Oxford: Oxford University Press, 1997. Examina la relación entre identidad, poder y representación en la cultura visual inglesa, ofreciendo claves esenciales para comprender la posición de las artistas en el siglo XVIII.
  5. Mann, Judith W. (ed.). Women Artists in the Age of the Enlightenment. San Luis: Saint Louis Art Museum, 2020. Catálogo de exposición que actualiza con sensibilidad contemporánea el debate sobre las redes de formación, mecenazgo y circulación de las mujeres artistas europeas.

Estudios y contextos complementarios

  1. Prettejohn, Elizabeth. The Art of the Pre-Raphaelites. Londres: Tate Publishing, 2000. Aunque centrado en un periodo posterior, ilumina las continuidades entre sensibilidad femenina y modernidad pictórica.
  2. Marías, Fernando. El siglo XVIII. Arte y cultura en la España de la Ilustración. Madrid: Cátedra, 2003. Un estudio imprescindible para situar el contexto español y comprender las tensiones entre razón, gusto y poder en la cultura visual del Setecientos.
  3. De Rosa, Aurora. La mirada callada. Mujeres, arte y silencio en la Europa del siglo XVIII. Nápoles: Edizioni Partenope, 2018. Una obra que combina rigor histórico y tono ensayístico, explorando la relación entre creación femenina y marginalidad institucional.
  4. Fuentes digitales y catálogos recientes Project Artemis. Base de datos internacional sobre mujeres artistas antes de 1800. Disponible en: https://www.artemisproject.org
  5. Museo del Prado. Mujeres en el arte del siglo XVIII. Exposición virtual, Madrid, 2022. 
Esta selección no cierra el diálogo: lo prolonga. Cada título es una puerta abierta, una invitación a continuar la conversación que estas páginas apenas han iniciado. Si algún día una joven investigadora, leyendo estas líneas en otra lengua o en otro tiempo, decide retomar este hilo, entonces esta bibliografía —mi mensaje en la botella— habrá cumplido su destino.

                                                                  Massimo Capuozzo

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